domingo, 8 de septiembre de 2013
El vestido símbolo de la Gracia (tomado del libro Elogio del pudor de José María Iraburu)
Esta semana compartimos algunas citas del libro "Elogio del pudor" de José María Iraburu:
Adán y Eva, antes de ser pecadores, estaban ambos desnudos, «sin avergonzarse de ello», pues en alma y cuerpo eran santas imágenes de Dios. Y ajenos a toda maldad, vivían una total armonía
entre alma y cuerpo, su naturaleza era pura y perfecta.
Sin embargo, una vez que, desobedeciendo a Dios, se hicieron pecadores, de tal modo entra el mal en sus corazones, de tal modo se encrespa en ellos el desorden de la concupiscencia incontrolada, que «se les abrieron los ojos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (3,7).
El Señor se dirige entonces a ellos con reproche: «¿y quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?» (3,11)... Partiendo de la vergüenza que ellos mismos sienten, les hace ver que, efectivamente, son ahora pecadores, es decir, que han perdido
su primera armonía entre alma y cuerpo, entre voluntad libre y ávidas pasiones.
Y aprobando este nuevo, recién nacido, sentimiento de pudor, «les hizo el Señor Dios al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió» (3,21). Seguidamente, los arrojó fuera del Paraíso (3,23-24)
En esta maravillosa catequesis del Génesis, los Padres de la Iglesia entienden unánimemente una revelación divina: por el pecado, Adán y Eva incurrieron en la necesidad del vestido, sancionada por el mismo Dios,
pues al rebelarse los hombres contra Dios, «se vieron despojados del hábito de la gracia sobrenatural» que hasta entonces les vestía; es decir, quedaron desnudos (S. Juan Crisóstomo, Hom. in Gen. 16,5: MG 53,131).
De este modo, «la pérdida del vestido de la gloria divina pone de manifiesto no ya una naturaleza humana desvestida, sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez se hace visible en la vergüenza» (Erik Peterson, 224). El vestido, pues, ese velamiento habitual del cuerpo, que Dios impone al hombre y que incluso éste se impone a sí mismo, viene a ser para el ser humano un recordatorio permanente
de su propia indignidad, es decir, de su propia condición de pecador. Y al mismo tiempo –adviértase bien–, el vestido es para el hombre una añoranza de la primera dignidad perdida, un intento permanente de recuperar aquella nobleza primitiva, siquiera en la apariencia.
El hombre adámico, por lo que al vestido material se refiere, peca con frecuencia de vanidad y de lujo, y también de indecencia y desnudez. Pero por otra parte, y ahora ya en el sentido de un vestido espiritual, se ve ignominiosamente vestido con los malos «hábitos» de sus pecados.
Por eso ahora, si quiere recobrar su dignidad primera, debe desvestirse de esas «sucias vestiduras» (S. Justino, Trifón 116), y revestirse con el hábito glorioso de las virtudes cristianas, hábitos santos y bellísimos, que nacen de la gracia divina.
En efecto, «cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27;
+Rm 13,14; Ef 4,22-24; Col 3,9-10).
El rito sacramental del bautismo recuerda este sentido
espiritual del vestido, cuando el sacerdote impone una
vestidura blanca al recién bautizado:
«N., eres ya nueva criatura, y has sido revestido de Cristo.
Esta vestidura blanca sea signo de tu dignidad de cristiano.
Ayudado por la palabra y el ejemplo de los tuyos, consérvala
sin mancha hasta la vida eterna».
Está claro que es la fe lo que reveló a los cristianos
la dignidad de su propio cuerpo y la belleza del pudor
y de la castidad. Lo que hizo conocer a los neocristianos
la dignidad sagrada de sus cuerpos fue, sin duda,
la conciencia de ser miembros de Cristo, y por eso mismo
templos de la santísima Trinidad. Esta dignidad,
por otra parte, se les hizo también patente gracias a la fe
en la resurrección de los cuerpos, destinados éstos a
una glorificación celestial en la otra vida.
Saludos en Cristo,
Luflute
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